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sábado, 24 de marzo de 2012

ApuntesDelSubsuelo

-Che, má, vos leíste Apuntes del Subsuelo de Dostoyevski, ¿no?
-Sí, ¿por?
-Porque yo lo estoy leyendo y...
-Me pareció re deprimente, pobre tipo...
-Ah, te iba a decir que me sentía re identificada con el chabón...
-Ah........

Bueno, aparentemente soy, según lo denomina Dostoyevski en su libro (extremadamente filosófico), una persona del subsuelo. Imposible de explicar esto sin faltarle el respeto a Fedor, que desarrolla todo un libro para expresar a qué se refiere con un hombre del subsuelo, pero (perdón, capo) básicamente se trata de un introvertido, interesado por la literatura, a quien muchos (tal vez debería decir todos) detestan y quien no sabe actuar en sociedad. Lógico que sea deprimente. Se cuestiona si preferiría ser un hombre idiota, un hombre de acción o seguir siendo del subsuelo. Deduce que los hombres de acción son más felices, que la reflexión angustia y entristece. Y coincido con él en la conclusión: elijo la angustia causada por el hecho de pensar y no ser una persona estúpida que tan sólo actúa.

martes, 13 de septiembre de 2011

Demian

"Me parecía como un ícono o una máscara sagrada, a medias masculina y femenina a medias, sin edad, tan voluntariosa como soñadora, tan rígida como secretamente viva. Aquel rostro tenía algo que decirme, era algo mío, demandaba algo de mí. Y se parecía a alguien, no sabía yo a quién" Demian, Hermann Hesse.

Bueno, yo sentí que se parecía a mí, no sé si de eso hablaba H. Hesse, no creo, porque no recuerdo haberlo conocido.
Creo que soy la mamá de Demian.

domingo, 26 de junio de 2011

10980 - Relucía

Últimamente me estoy reencontrando conmigo, conmigo hace un par de años.
Mientras hacía unos ejercicios de matemática en el escritorio de mi cuarto (como solía hacerlo cuando mi vida era hermosa e iba a la secundaria) mientras escuchaba un CD de los Beatles. Revolver en este caso. Y otra vez me pasó lo que me pasaba antes, tenía la necesidad de tragarme el CD, aspirar la melodía, tatuarme la canción, hacerla mía, inyectármela, quería fundirme con cada tema.
Ayer me puse a leer Cortázar que hacía mas o menos un año que no leía y ya me había olvidado qué era lo que me hacía amarlo. Ayer me acordé. Ayer casi lloro en el colectivo con "Cartas de mamá". Cuando miré la tapa me acordé que justamente con ese libro ("El perseguidor y otros relatos") me había enamorado de Julio y ayer me reenamoré (hasta inventé una palabra).
Eso me hacía falta, eso y mi nueva manera de mirar las cosas.

viernes, 24 de septiembre de 2010

7473 - Igualdad Social, una utopía.

Hoy en el colegio hablábamos de la Igualdad Social, situación que no existe ni existió nunca. ¿Por qué se sigue buscando? ¿A quién se le ocurrió que puede existir? Si en realidad es algo nunca visto: desde los principios de la humanidad algunos individuos ejercen poder sobre otros, siendo los demás sometidos, voluntariamente o no.
La Igualdad Social es uno de esos valores, junto con la Perfección, como bien dijo mi amiga Lara, que no existen ni existieron y sin embargo los seguimos buscando, ¿de dónde sacamos esa idea?.
Una utopía, sí. De todas formas sigo sin entender cómo se le puede ocurrir a alguien semejante idea, ese invento (porque eso es lo que es), un pensamiento que probablemente se le ocurrió a alguien demasiado genial, a la altura de esos grandes inventores que pudieron abrir su mente a nuevos lugares, espacios desconocidos y lograr la creación de la mayoría de cosas que hoy usamos cotidianamente.
Después de hablar un rato, en el mismo segundo Lara y yo pensamos y compartimos el poema de Galeano:
Ella está en el horizonte
Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte se aleja diez pasos más allá.
Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré.
¿Para qué sirve la utopía?
Para eso sirve, para caminar.
Después Lara dijo un comentario bastante lógico: realmente debés creer que vas a cumplir esa utopía, sino no seguirías caminando.
En fin, no sé a quién se le ocurrió lo de Igualdad Social pero tuvo la mente demasiado abierta para ver algo que nunca existió.
Pero como diría Cortázar: La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar.

miércoles, 4 de agosto de 2010

6594 - Carpe Diem

Vive el presente, recuerda el pasado y no temas el futuro, porque no existe, ni existirá jamás. Sólo existe el ahora.

Frase de Eldest (de la saga de Eragon), de Christopher Paolini que no pudo haber sido más oportuna.

miércoles, 23 de junio de 2010

5936


"Era mucho más que el deseo de justicia: era su ser entero que se rebelaba contra el hecho de la muerte...contra el hecho de dejar de existir"

Eragon, de Christopher Paolini

jueves, 3 de junio de 2010

5638 - Honestidá

Decidí ponerme un objetivo y pienso cumplirlo. De ahora en adelante, prometo no ser deshonesta. Con esto me refiero a dejar la "viveza argentina" a un lado, y ser honesta en todos los sentidos posibles (creo que soy bastante honesta en todo lo demás). Si me devuelven mal el cambio, señora, me dio plata de más; si se le cae la billetera a alguien, señor, creo que esto es de usté; si me encuentro un celular, buscar "mamá", señora, creo que su hijo perdió su celular. Parece simple, por ahora voy excelente. Hoy la kiosquera del colegio estuvo banda para atenderme, se dio vuelta y se distrajo ochenta veces, yo sólo quería comprar un chicle de veinte centavos (qué caros que están los chicles). En otro momento de mi vida me lo hubiese llevado sin pagar. Pero soy una nueva persona.. (?) y esperé a que me atendiera. Vamos bien.
Dicen por ahí que Rosario siempre estuvo cerca. Y mañana lo voy a comprobar, porque me voy a dar una vueltita por allá hasta el sábado.

Y así me despido cordialmente,
hasta la prósima ocasión.
Les asiguro con razón
que naides me dirá
que en la otra ciudá
no encontraré una diversión.

P.D.: como ya habrán adivinado, leí el Martín Fierro recientemente (ayer)
P.D.2: es una estrofa espontánea, no me juzguen (?)

jueves, 18 de marzo de 2010

Hernán - Abelardo Castillo - 4906

Me enamoré de Abelardo Castillo. Gracias, profesor de literatura. No sé cómo nunca había leído ningún cuento de él, pero juro que amo como escribe. Leanlo, no sean pajas, es un cuento realmente bueno. Consejo: presten atención a todos los detalles.

Hernán
Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos, y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán.
Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde; Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos, junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado.
Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente.
Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos "pueden sentarse", nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa.
De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. "Me parece que la vieja...", le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad.
Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide.
Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad.
Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro.
La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba "por favor, lea usted esto", y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto.
Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles ("hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta") pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca.
Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Prestáme las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba.
Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo.
Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.